Juan Vicente
Mientras
el
tenebroso abismo al que conduce la vida natural —animal— se
mantenía semioculto bajo la hojarasca del tardeo, el piscolabis, la
sensualidad, la cháchara, la obsesión por el atuendo, el culo de
mal asiento, la coreomanía y demás gajes de la frivolidad
enfebrecida, el personal huyente y rebeldón salía del paso con el
diazepam esporádico y el valium de las horas bajas. Pero llegó el
confinamiento; el poder del autoengaño se redujo a mínimos
históricos; y el vecindario, sin el taparrabos de la vida loca,
quedó en cueros frente a su maltrecha espiritualidad. La desazón ha
hecho presa del homo
immaturus;
un vértigo perturbador le acomete; una intensa, ineludible
percepción de su alma famélica lo tiene acongojado, ansioso,
incomodísimo, aunque no parece dispuesto, por el momento, a revisar
su obstinación y a deponer su contumacia. Más bien ha optado, al
ver que no puede aturdirse con la hiperactividad frenética de
siempre, por embotarse la mente a base de laxatin, orfidal y
tranxilium. El consumo de sedantes, en lo que llevamos de pandemia,
se ha disparado, y tiene uno para sí el convencimiento de que la
nueva glotonería psicotrópica guarda una relación directa con el
horror que ha producido en muchos inconscientes el atisbo de la negra
sima; con la intuición, corroborada por ciertos vislumbres,
barruntos y centelleos, de la muerte viva, la vida muerta o el
espectro andante —zancarrones, tasajos y podredumbre— que viste,
calza, perfuma y atiborra cada cual como si pudiese hollar saraos por
tiempo indefinido. Las horas muertas en casa, el emético hartazgo de
audiovisualidades, la melopea de red social y el silencio han obrado
el milagro: han hecho que se agite y rebulla lo de dentro, que se
oigan los bramidos, los desgarradores aullidos que profiere,
aherrojado como está en la mazmorra más honda. El hombre se ha
encontrado con su espíritu, del que no se acordaba; ha comprobado lo
hambriento y andrajoso que lo tiene, y el primer impulso, natural y
comprensible por demás, ha sido cerrar la puerta, esconderse bajo la
cama, negar la realidad y, a falta de jolgorio clandestino, atizarse
un ansiolítico. Está, por tanto, como el adolescente perpetuo en
que se ha convertido: en fase de negación. Ha entrevisto, al clarear
la maraña de las distracciones, la cabeza sarnosa y escrutadora de
Aqueronte, la barcaza en la que, sigiloso y marrajo, quiere subirlo,
y la Estigia mefítica en cuya ribera opuesta quiere abandonarlo. Ha
columbrado, entre los jirones de niebla y las tolvaneras, a los
diablotes que le aguardan, expectantes, trastornados, histéricos,
impacientísimos por trasladarlo a las zahúrdas de Plutón,
maravillosamente descritas por Torres en el siglo xviii.
Ha observado, pero, de momento, no ha querido ver. Ha cerrado los
ojos y se ha tapado las orejas. La mente, sin embargo, ha requerido
un procedimiento más complejo: hidroxicina o, en su defecto,
clorazepato, sustancias que, por otra parte, han perdido efectividad
a causa del arresto domiciliario. La reclusión ha convertido a los
ansiolíticos en un parche mal puesto que no puede ocultar al hombre
su dimensión perdida. Ya no puede negar que ha descubierto —mueve
la cabeza, se arranca la pelambrera, rechina los dientes y echa
espumarajos, pero no puede negarlo— el estrecho camino de la
verdadera felicidad. Con el tiempo aceptará que la que perseguía
era una sombra espuria, una quimera fantasmal, hecha de animaladas y
espejismos, y fijará el rumbo hacia la otra, compuesta de renuncias
y esencias, mucho más humilde pero infinitamente más duradera. O
quizá no. Quizá se imponga otra vez la contumacia. Quizá conjure
sus angustias y zozobras a base de ansiolíticos, atraviese la
pandemia encaramado a la tabla del trankimazín y vuelva, cuando
regrese la «normalidad», a las tristes, irreflexivas y
peligrosísimas andadas. Todo puede ser, que decía don Alonso
Quijano. El caso es que se ha disparado el consumo de ansiolíticos;
que al sacar la basura encuentra uno en el suelo, junto a los
contenedores, las cajas vacías del sedante popular; que mira uno las
fachadas y se imagina, tras los cristales iluminados, al vecino
alienado, tembloroso, desquiciado, engullendo ansiolíticos,
hipnóticos y barbitúricos porque no entraba en las iglesias para
que no se lo dijeran y se lo ha dicho el encierro, el silencio y el
espejo; y porque prefiere amodorrarse que dominarse; porque prefiere
seguir dando trompicones en el carrusel del entertainment
y llevando a cualquier precio las anteojeras de la vorágine cuando
sabe —porque lo sabe— que la tranquilidad empieza delante del
sagrario.
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