Juan Vicente Yago Martín
Como
en
los trullos edulcorados de las películas americanas, donde los
presos añejos no se atreven a salir de la jaula, parte de la
sociedad española prefiere seguir embozalada cuando termine la
pandemia. Siempre hay quien a todo se acostumbra, y al parecer no son
pocos los que, según revela una encuesta reciente, hallan seguridad
en el dióxido, la salivadura y el ahogamiento del bozalote; los que
lo han asimilado a su rostro, a su imagen, a su esencia; los que han
decidido afrontar la vida con la boca tapada y el cerebro en salmuera
de toxicidad. Es el nuevo alucinógeno, la nueva burundanga, el nuevo
cañardo que da élitros de anonimato y asfixia. Se han acostumbrado
al bozal; quieren bozal; necesitan el bozal. Con el bozal se sienten
integrados, aceptados y engranados al armatoste burocrático, a la
revolución proletaria o al embuste clientelar, comunal y
despersonalizador que se alimenta de la carroña socialista. Con el
bozal dejan de ser quien son y pasan a engrosar la soldadesca
perroflautana. El bozal apisona la mollera y provoca desinhibición;
es un psicodepresor, un opioide, un porro de asquerosa calada, una
cachimba en que se inhala concentrado el propio desecho, en que se
fuma cada cual a sí mismo, en que se vuelven ceniza las identidades.
La bozaladura da una falsa sensación de libertad porque atafaga el
escrúpulo, desactiva el carácter y empuja la conciencia por la
dulce pendiente del gregarismo. Con la bozaladura eres uno más, un
ilota sin rostro, diluido en la masa, irresponsable. Miles de
tiranos, a lo largo de la historia, cubrieron al populacho, para
deshumanizarlo, aislarlo y rebajarlo, el espejo del alma. Miles de
tiranos apoyaron su dominación sobre la maniobra, simple donde las
haya, de reservarse la exclusiva del rostro visible y rasurado, el
privilegio de la expresividad. Y hoy, tomando pie de la pandemia,
pretenden que volvamos al antiguo sometimiento, que siga más allá
del virus la costumbre del bozalote, que pasemos de la profilaxis a
la esclavitud. Pero lo grave, lo trágico del asunto no es eso
—neutralizar a las turbas ha sido siempre, a fin de cuentas, el
objetivo del absolutismo—, sino el hecho, alarmante aunque no
sorprendente, de la predisposición popular —en aumento, según las
encuestas— a la vida embozalada, dioxidocarbonizada y resollante, a
la disnea existencial y la embozaladura ontológica. Parece que nos
acercamos de nuevo a los ojos vidriosos y el pico cerrado, al marasmo
anuente y el acatamiento ciego, al miedo y la parálisis. Aunque
parezca mentira, un sector de la sociedad está pidiendo, ahora
mismo, que sigamos llevando muchos años la cara ensabanada, sudada y
acezante; que trabajemos asfixiados y descansemos amordazados; que
nos reduzcamos el número de facciones y nos limitemos la
comunicación; que nos parezcamos, nos uniformicemos y nos
disolvamos; que nos digiera el inmenso bandullo de un estado
sojuzgador e insensible; que ofrezcamos nuestra individualidad en
holocausto al gran hermano inhumano.
Del
estrago económico de la pandemia se saldrá con una explosión de
consumo, con un lustro feliz y desbocado. Pero del estrago
intelectual, del síndrome de Estocolmo, del apocamiento y el susto,
de la neurosis y la embozaladura no se saldrá tan pronto. Las
encuestas muestran un ansia de mascarilla; un hábito de tapabocas;
un despropósito autoembozalatorio; un agarrarse a las faldas de la
impostura gubernamental; un prurito borreguero; unas ganas locas de
incógnito, de ocultación, de velo reutilizado, cochambroso, tóxico
y emético. Las encuestas nos hablan de un primer grupo social
inclinado a comenzar la tradición bozalística, el japonesismo
ibérico, el estrangulamiento colectivo. Incluso han pergeñado la
excusa de la contaminación para cuando no haya virus: respiraremos
una y otra vez nuestro aliento para no respirar el humo de los
coches; nos libraremos del hollín tragándonos el infecto cultivo
bacteriano del trapo. Y no nos importará menguar, escondernos,
embozalelarnos, ni guardar silencio en los trenes y en los
restaurantes, porque será el mejor entrenamiento para guardar
silencio ante la injusticia, la demagogia, la exacción
confiscatoria, la cínica parcialidad y el atropello político. Por
el temor microbiano al silencio ciudadano. Por la precaución al
autoanulamiento.
Esta
pandemia, tan higiénica y aguamanil, dejará un colectivo
acobardado, arredilado, acomplejado y amarranado, incapaz de
arrancarse la bozala y recuperar su libertad, reacio al semblante
descubierto y quizá propenso, por la cogorza televidente, al
esbirrismo, el chivatazo y la cagamandurria.
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