Susana Gisbert Cuando
era pequeña, me enseñaban en el cole que hubo un tiempo en que una ardilla
podía recorrer la Península Ibérica cruzando de árbol en árbol sin tocar el
suelo. Y, mira tú por donde, hoy me acordaba de eso. Y no porque haya visto
árboles o ardillas, sino porque desde que dieron el pistoletazo de salida de
estas fiestas falleras, tengo la sensación de que nuestra imaginaria ardilla
podría cruzar la ciudad de Valencia saltando de puesto en puesto sin tocar el
suelo. Porque hay tenderetes de todas las cosas imaginables. Vengan o no vengan
a cuento con las fallas.
Sin
esforzarme mucho en ser exhaustiva, he visto puestos que ofrecen, además de los
tradicionales buñuelos y los no tan tradicionales churros, porras y demás frituras,
bocatas de chorizo, mojitos y caipiriñas, bebidas de todos los pelajes,
empanadillas argentinas, pizzas y similares, todo tipo de artilugios falleros y
pseudofalleros, bisutería, ropa de diferentes procedencias y cualquier otra
cosa que imaginarse pueda. Atrás quedaron los tiempos de mi infancia donde, en
cada esquina, había una señora echando sus buñuelos de calabaza en un caldero
en una admirable coreografía donde, poniendo el dedo un nanosegundo antes de
echar la masa en el aceite hirviendo, formaban unos buñuelos que hoy son casi
imposibles de encontrar.
Ahora
nada es lo que era y, aunque disfruto de las fallas tanto -o casi- como en mis
tiempos de niña, echo de menos esas cosas. Y echo de más algunas otras, por qué
no decirlo.
No
sé si esta evolución es inevitable, o se nos está yendo la cosa de las manos.
Tampoco sé dónde está el límite ni dónde el equilibrio, pero me produce una
sensación extraña salir a la calle y comprobar que es Valencia, pero podría ser
cualquier otra ciudad en fiestas. Nuestra identidad parece haberse difuminado,
a pesar de que en cada esquina luzcan monumentos falleros de distintas
categorías y tamaños y de que, a cada momento, nos crucemos con alguien ataviado
con nuestra indumentaria tradicional.
Me
gustan las fallas, no es un secreto para nadie. Las vivo intensamente desde
que, sin apenas levantar un palmo del suelo, mi madre me colocara unos rodetes
que parecían ensaimadas y que hoy nadie se atrevería a llevar por ser poco
adecuados. No era un caso aislado; toda íbamos así, con nuestros trajes heredados
que no crecían al mismo tiempo que nosotras y un peinado hecho de cualquier
manera. Estábamos encantadas de la vida, y nos veíamos guapísimas. Ahora hay
que ir pluscuamperfecta. Ganamos en estética y probablemente en fidelidad a la
tradición, pero perdimos en ilusión y espontaneidad.
¿Ha
valido la pena? No sabría decirlo, pero no cambiaría las fallas de mi infancia
por nada del mundo.
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