Susana Gisbert Hace días que los informativos no abren con el número de contagios, de hospitalizaciones o de fallecimientos por la pandemia. No diré que lo echo de menos, pero la verdad es que me llama la atención esa afición que parece que tengamos por las malas noticias. Cuando cada día se multiplicaba el número de contagios, dedicábamos horas y horas a hablar de ello, pero cuando el hecho noticiable es su disminución constante, apenas se le dedican unos minutos. Y, aunque es cierto que el precio de la luz ha desbancado a la pandemia en nuestros últimos titulares, tampoco hace falta refocilarnos en las miserias.
Ya sé que me arriesgo a echar las campanas al vuelo antes de tiempo, pero parece que ya se ve la luz al final del túnel. Ni siquiera unas fallas donde falleros y falleras vivimos con los dedos cruzados y la mascarilla puesta, han cambiado esta tendencia contante a la baja. Por fin. Por más que los más cenizos del lugar se empeñaban en augurar la enésima ola tras las peinetas y los petardos.
Habíamos llegado a un punto en que pensábamos que esto no acabaría nunca. Que no podríamos tener una vida social aceptable sin arriesgarnos a que las variantes, las nuevas olas y las restricciones nos amargaran la existencia.Yo tenía la sensación de haber llegado a un día de la marmota eterno donde, como si bailáramos la yenka, fuéramos adelante y atrás en un bucle sin fin.
Aun nos queda un tiempo de mascarillas, gel hidroalcólico y distancias de seguridad. Pero ahora tengo la esperanza de que esta vez sí sea el principio del fin.
No obstante, se quedaron muchas cosas por el camino. Además de lo más doloroso, las muertes y la enfermedad, perdimos la esperanza de salir de todo esto siendo mejores, como creíamos que ocurriría en los primeros tiempos de la pandemia, cuando cantábamos a pulmón que resistiríamos, salíamos a los balcones a aplaudir y decíamos que anhelábamos los besos y los abrazos que el virus se llevó consigo.
Nada de eso. Hemos vuelto a nuestro egoísmo, a nuestras rutinas y a nuestras miserias de cada día. Así que casi hay que conformarse con que no hayamos salido peores. De nuevo el clásico “Virgencita, que me quede como estoy”.
Pero, peores o mejores, salimos, que es lo importante. Me atrevería a decir que estamos saliendo. Y sí, lo diré con los dedos cruzados por si acaso, pero lo diré. Porque, para malas noticias, ya hemos tenido de sobra.
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