Susana Gisbert. EPDA. Hace ya algunas semanas nos amenazaron con este palabro horroroso: gripalización. El significado, sin embargo, era esperanzador. Trataba de expresar el momento en que el maldito COVID dejaría de ser una pandemia y pasaría a ser una endemia, otras dos palabras recién incorporadas a nuestro vocabulario.
Ya hacía tiempo que los informativos dejaron de hablar de contagios y medidas a toda hora, y ya ha sido casi anecdótica la buena nueva de la desaparición de las últimas medidas que angustiaban a la restauración. Es cierto que urgencias como otra maldición, la de la guerra, han puesto fácil a la prensa dejar de hablar del coronavirus, pero también es verdad que por fin llega la famosa luz al final del túnel. Un túnel que se ha hecho más largo que un día sin pan.
No sé cómo va a ser el adiós a las mascarillas. La verdad es que cuando aparecieron en nuestras vidas pensé que jamás me acostumbraría a ellas, aquel signo de enfermedad al que ni el mismísimo Michael Jackson consiguió dar glamur, cuando, en un día que ahora me parece lejanísimo, hacía sus apariciones públicas con la cara medio tapada con una mascarilla quirúrgica.
Hay gente que insiste en que continuará llevándola, por precaución, miedo o costumbre. Yo confieso que me la pienso arrancar de cuajo y solo haré uso de ella cuando sea absolutamente obligatorio, esto es, cuando la distancia sea menor que la recomendable o en el transporte público. Pero no veo el día en que podamos volver a vernos las caras.
Lo que no veo tan claro es el regreso de aquellos besos y abrazos que tanto echamos a faltar y que creímos que recuperaríamos pronto. El mundo se ha acostumbrado a no tocarse y volver a hacerlo va a costar. Es algo que experimentamos cada vez que nos encontramos con alguien, en ese momento incómodo en que no sabes si darle un beso con mascarilla, un abrazo sin ella o un simple chocar de manos, codos, o lo que sea.
Habrá que dar tiempo al tiempo. Y esperar a que, como a todo, nos acostumbremos a esa gripalización que me sigue sonando fatal. A que retomemos todos los planes que se quedaron congelados y todas las ilusiones que dormían el sueño de los justos.
La lástima es que muchas las personas ya no podrán verlo. Y hay muchas más para las que nada será igual después tras perder a un ser querido, sobre todo cuando las circunstancias de la pandemia ni siquiera permitían despedirse ni despedirles en forma. Aunque seguirán en el recuerdo, que ese no lleva mascarilla.
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