José Antonio Olmedo López-Amor El pasado 20 de mayo el poeta valenciano Francisco Brines (Oliva, 1932) dejó un poco más huérfana a la poesía española con su partida. Su frágil salud le permitió vivir hasta recibir el más importante galardón de las letras hispanas en su propia casa, y de manos de los reyes de España. Un Premio Cervantes que —para muchos— debía haber llegado antes, coronó su ya alta estatura como poeta superviviente de la `generación del 50´ y le permitió despedirse con honores: como se merecía.
La poesía de Brines, luminosa y elegíaca, creó escuela, y su impronta y magisterio es hoy reconocible en poetas como Vicente Gallego, Carlos Marzal, Juan Pablo Zapater o Blas Muñoz. Tuve la suerte de entablar una apreciada amistad con él, su generosidad le precedía. Le dediqué un poema en uno de mis libros y él lo agradeció concediéndome un comentario para la contracubierta del siguiente. Su grandeza no solo residía en su palabra. Fui tan afortunado, que un referente como él fue quien me presentó a otro poeta al que admiro: Carlos Marzal. Aquella tarde, en el Instituto Valenciano de Arte Moderno se reunieron poetas como Gallego, Saborit, Mascarell o Delgado, quienes acompañaron a Paco, y mi querido Antonio Praena y quien suscribe quedamos asombrados porque hicieron subir al maestro a una plataforma elevadora para recitar un poema.
Tras sufrir dos infartos, una delicada operación y soportar los últimos años de su vida con cuatro baipases en su carne, me confesó en una llamada telefónica de 2015: «mi cuerpo es un residuo». A partir de entonces necesitó asistencia. Víctor, un joven hispanoamericano, fue la persona ideal que apareció en el momento preciso. Un simple hecho como darse la vuelta en la cama le provocaba fatiga, por eso declinaba amablemente todas nuestras invitaciones. Y en cuanto a la memoria, olvidar los recuerdos suponía para el maestro algo verdaderamente traumático: «mi vida es una tela de araña llena de agujeros».
Invitado a comer a su casa, asistí con la ilusión de alguien agraciado por los dioses que sabe que va a visitar un lugar sagrado. Un recuerdo —hoy, solemne— fue reunirse a comer y escucharle contar la historia de una perrita que andaba por el vecindario y supo que iban a enterrar vivos a sus cachorros; el maestro, emocionado, contó cómo los encontró y desenterró a tiempo, para asombro de todos. Y es que siempre le interesaron las historias de amor. Su casa fue el hogar de sus amigos. Él amaba los cactus. Descubrí aquel día que existen más de dos mil quinientas especies, y los hay muy hermosos. Llevé uno al maestro, como obsequio, y todavía crece en su jardín, como en mi pecho crece, grita, se enrosca y regurgita, ahora más que nunca su poesía. Un último regalo —sin saberlo— fue concederme su última entrevista (`Quimera´, mayo de 2021): algo que da buena cuenta de su talla humana.
Querido Paco, gracias por todo. Seguiré leyendo, estudiando y divulgando tu poesía, pues no encuentro una forma más digna de agradecer y devolver tanto cariño.
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