Susana Gisbert. /EPDA No es por dar envidia, pero acabo de pasar unos días en Oslo. La casualidad quiso que pasara los peores días de calor en un lugar fresquito y agradable, con una chaquetita puesta mientras que en mi casa parecía que alguien se dejó abiertas las puertas del infierno. No han sido pocos los mensajes recibidos en que hacían constar esa envidia de la que hablaba, pero yo hoy me refería a otra. Y nada tiene que ver con el termómetro ni con el cambio climático.
Nada más llegué a la ciudad me percaté de la profusión de banderas con los colores del arco iris que la decoraban por tierra, mar y aire, nunca mejor dicho. Edificios oficiales, centros comerciales, sedes de grandes empresas, hoteles, bares, restaurantes, cajeros automáticos y cualquier comercio que se pueda imaginar lucían el emblema del colectivo LGTBI. Ondeaba en mástiles de barcos y hasta en los souvenirs de las tiendas de los museos. Incluso en lo alto del campanario de una Iglesia. Porque, según me dijeron, era lo normal en el mes de junio, cuando se conmemora el orgullo LGTBI.
Como no podía ser de otro modo, me pareció estupendo, aunque lo que más estupendo me pareció de todo era que aquello no llamara la atención, que fuera absolutamente normal. Y estaba pensando que desde hace algún tiempo aquí hemos estado dando pasos para lograr esa normalización cuando un jarro de agua fría me empapó de la cabeza a los pies, vía WhatsApp. Me hacían llegar, desde mi querida ciudad de Valencia, imágenes de la vandalización que han sufrido los paneles colocados en la plaza del Ayuntamiento que formaban parte de una exposición que reivindica los derechos LGTBI. Y me cayó el alma a los pies.
Ya hace tiempo que tenía enganchada en el alma una cierta sensación de retroceso en estos temas. Hoy, por desgracia, compruebo que es algo más que una sensación. Y me da pena, mucha pena. Más aún cuando contemplo la profusión de banderas que ondean en esta al otro extremo de una misma Europa.
No quiero caer en el pesimismo, pero sí aprovechar para hacer una llamada de alerta. No dejemos que los intolerantes se apoderen de nuestra voz, que condenen al silencio a nadie por ser diferente ni que vuelvan a llenarse los armarios que con tanto esfuerzo se abrieron. No nos dejemos ganar por la intolerancia. Y no olvidemos que, cuando de igualdad se trata, todo lo que no es avanzar es retroceder.
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