Susana Gisbert. /EPDA El otro día asistí a un evento que me removió las tripas y el corazón. Dos juezas afganas refugiadas en nuestro país se encontraban en una sala llena hasta los topes dando testimonio de su infernal periplo desde que los talibanes se hicieron nuevamente con su país.
A pesar de los obstáculos que podría suponer transmitir en un idioma que desconocemos -la traducción siempre resta espontaneidad- el impacto fue demoledor. A cualquiera se le ponen los pelos como escarpias de pensar en cómo debieron pasarlo ante la perspectiva de que tomaran el poder aquellos a quienes habían juzgado, aquellos que desprecian a mujeres que, como ellas, son capaces de salir adelante con independencia y fortaleza. Mujeres con una buena educación, lo primero que han arrebatado a las niñas y jóvenes afganas para evitar que puedan llegar a ser como Friba y Gulalai.
Pero, una vez superado el impacto inicial, hubo algo que me impresionó quizás más. Algo de lo que creo que no somos conscientes. Desde nuestra zona de confort, pensamos que una vez salvadas del terror talibán y llegada a España o al país que en cada caso les haya dado cobijo, está todo hecho. Y nada de eso. A partir de ese momento empieza un camino durísimo del que no tenemos ni idea. Salir de Afganistán era una cuestión de vida o muerte, pero permanecer fuera de su país es una cuestión de vida o vida. Y vivir, no lo olvidemos, es mucho más que sobrevivir.
Muchas veces creemos que nuestro estilo de vida es el mejor, incluso que es el único posible. No somos capaces de ponernos en la piel de alguien que extraña su tierra, su gente, sus costumbres, su comida, su idioma, que encuentra imposible ejercer el trabajo para el que se había formado durante toda su vida y que era su medio de vida. Y se encuentran de repente con una vida que tienen que vivir de prestado.
Durante su intervención, ambas mujeres pidieron disculpas varias veces por si nos molestaban cuando reivindicaban sus derechos, cuando pedían un trabajo y unos medios acordes a quienes eran. Una de ellas, en un momento especialmente emocionante, quiso quedarse con el rótulo donde la anunciaba como “magistrada del Tribunal Supremo de Afganistán”, porque decía que aquel pequeño trozo de cartulina lo era todo para ella.
Por desgracia, la tiranía de la actualidad ha hecho que Afganistán y su espantosa situación pasen a un segundo plano. Pero las necesidades de quienes consiguieron huir y, aun más, las de quienes no lo lograron, siguen ahí. Queda mucho por hacer. Y estas dos mujeres impresionantes nos lo recordaron
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