Adrián Navalón La política,
término aristotélico de origen griego, hunde sus raíces en la
ciudad. La ciudad (la polis) era el eje fundamental de los asuntos
públicos, el lugar en que se desarrollaba la vida de las personas y
en el que éstas compartían sus opiniones y los debates que la
construyen. Desde entonces la realidad ha cambiado mucho, tanto que
hoy la política se difumina en multitud de instituciones y
organizaciones cada vez más grandes, más especializadas y
globalizadas. ¿Dónde queda la ciudad entonces? ¿Acaso las ciudades
y pueblos no siguen siendo el lugar en el cual desarrollamos la vida,
compartimos opiniones y debates, y en el que construimos la realidad?
Los famosos
padres de la Constitución (nótese la ausencia de mujeres en esos
debates), tuvieron a bien considerar dos entes territoriales básicos
e inamovibles en la estructura de nuestro país: el Estado y los
municipios. Las autonomías que ahora vertebran nuestro sistema
quedaban al libre albedrío de los territorios, es decir, podían
crearse o no. Frente a este planteamiento inicial fundamentado en la
importancia constitucional e histórica de las ciudades nos
encontramos con la realidad actual; son las autonomías las que
verdaderamente han adquirido esa importancia. Los municipios han
quedado desnudos de competencias, y las que ostentan (muy básicas)
las tienen entremezcladas con otras instituciones y, por otro lado,
los municipios están desnudos en lo que a ingresos propios y
estables se refiere.
Esta desnudez
financiera ha llevado a los ayuntamientos a permitir y favorecer las
burbujas inmobiliarias (se gesta de nuevo otra en la ciudad de
Valencia, por cierto) con el fin de recaudar por las licencias de
obra nueva, las plusvalías y demás impuestos asociados. Después, a
medio plazo, esos barrios han necesitado de nuevos servicios, (centro
de salud, escuelas, alumbrado, parques, jardinería, recogida de
residuos) con lo que el inicial aporte de tributos derivados de la
edificación luego se convierte en una necesidad ingente de gasto, o
en una desprotección del vecindario. Buen ejemplo es el barrio de La
Torre y la decidida intervención de Podem en la Generalitat para
tratar de dar una buena respuesta urbanística y social a una chapuza
urbanística del PP. Urge cambiar los dos aspectos que propician
esto: hay que mejorar la financiación propia de los ayuntamientos y
abandonar vías cortoplacistas de financiación.
Por otro lado,
urge recuperar la soberanía municipal, es decir, la capacidad del
vecindario de la ciudad de construir su propia realidad. Ello exige,
además de mejor financiación, más herramientas y competencias para
ejercer el municipalismo. Pensemos por ejemplo en la lucha contra el
cambio climático y las ciudades de bajas emisiones, o en la
regeneración de los barrios degradados por el abandono
institucional; la mejor respuesta es más municipalismo. La idea de
que sean los municipios los que regulen los alquileres que Podemos ha
luchado con (o contra) el PSOE o que puedan establecer un IBI
superior para las viviendas vacías, son buenos ejemplos de dotar de
herramientas para la acción local.
A los poderosos
les interesa hacer la política compleja, reservar competencias al
gobierno central con cualquier mínima excusa y llevar la política a
lugares inaccesibles para la ciudadanía (física y jurídicamente),
sin embargo, cuando esa política regresa a lo municipal, cuando es y
se siente cercana, la política recuperara su sentido social y
comunitario, su sentido originario y positivo. Necesitamos más
municipalismo, sentir lo público cerca y recuperar ese espíritu
primigenio de la ciudad como núcleo de participación, de debate y
de la articulación de la ciudad. Eso implica confiar en una
ciudadanía que es adulta, que es abierta y que es capaz de regir su
propio destino. Esa es la Valencia que veo en las calles, en Orriols,
en Malvarrosa, en Benimaclet... Ahora solo falta verla más y mejor
en las instituciones.
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